No quiero escribir este poema
ni dejarme una piel hecha jirones en cada verso,
inútil e inservible.
No quiero ver cómo enajenas mi mirada,
cómo retuerces o cercenas
las palabras
que nunca fueron mías.
No quiero que leas tus derrotas en los devaneos
significativos
de unas letras que no entran con sangre
porque son sangre,
y bilis y orina.
No quiero ni te quiero,
pero acepto tu yugo.
La metáfora revela un monstruo que acecha,
tras el quicio de la puerta,
al doblar una esquina,
el instante adecuado para acabar con el niño
que dibuja su destino escondido del mundo,
oculto bajo la cama,
imaginándose a salvo.
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