martes, 20 de noviembre de 2018

Décima escolar




Tengo alumnos que han soñado
con un mundo más brillante
que este que tienen delante,
un mundo que huele a cerrado,
a humo de un triste pasado;
sin embargo en sus miradas
refulgen brillos de espadas
prestas a vencer la guerra
que hará mejor esta tierra
que acoge nuestras pisadas.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Alzheimer

 Imagen de Marcos Severi (@severimarcos)

Recuerdo el olvido de mi padre. Recuerdo su mirada de cristal, transparente, vacía. Sus palabras sin significado se amontonaban, sin ton ni son, junto a mis recuerdos, y formaban un galimatías incomprensible. Yo lo observaba a menudo, parapetado tras un escudo de consciencia y razonamiento lógico. Y me preguntaba, ¿cómo será volver a la nada, regresar al vacío?

Cuando enfermó los síntomas eran sutiles, un olvido aquí, una palabra mal colocada allá, salir de paseo en zapatillas de andar por casa, o enfrentarse al desayuno por duplicado. Después, sin prisa pero sin pausa, la cosa fue a peor. El baúl de la memoria en el que tenía archivadas las palabras, los sentimientos, los sueños y deseos tenía que estar mellado, y por alguna grieta, por algún agujero, se iban escapando sus vivencias, sus desvelos, poco a poco. Y poco a poco su mirada primaveral se iba tornando invierno.

Tardó en morir. Quizá porque previamente tenía que olvidar todo lo vivido, y mi padre había vivido mucho y muy variado. Aniquilar anaqueles de memoria tan extensos no ha de ser tarea sencilla.

Primero olvidó el tiempo reciente, cosa que no le vino nada mal. Crisis y guerras, la muerte de la abuela, la hija díscola de mi hermana, el título de liga del Deportivo…

Sus recuerdos más lejanos debían de estar bien escondidos, esos permanecieron más tiempo anclados; de repente me hablaba de una novia de juventud, que evidentemente nada tenía que ver con mi madre, a la que probablemente quiso con locura; otro día el tema que surgía era cualquiera de las aventuras vividas junto al sargento “Muyayo”, un habitual en sus historias de la puta mili; o el imborrable recuerdo, repetido hasta la saciedad, de la tía Tití y sus horribles boles de gachas de avena, que mi padre comía con náuseas de niño, y que la tía, pensando que la alta velocidad en el proceso de zampado era por gusto, se empeñaba en rellenar invariablemente…

Pero incluso esos recuerdos tatuados empezaron a amarillear, a cuartearse y a pudrirse, hasta desaparecer.

Ahora me siento solo, y perdido, como un niño que apenas entiende nada del mundo que le rodea, pero que mira con inquisitiva curiosidad.

Naces, miras, aprendes. Hasta aquí todo se entiende, pero un día, súbitamente, olvidas, y el olvido es la muerte.

Me pregunto si yo también volveré a ser niño cuando envejezca.