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Invariablemente los profetas clamaban la hecatombe.
Todos los signos eran signos de duelo o de muerte.
Primero, los parias se rebelaron y mordieron las manos
de aquéllos, que nombraban, hacían y deshacían a voluntad,
con la fuerza del hierro y la soberbia del oro.
Todas las bestias redujeron a cenizas el pasto preciado
y volvieron la vista, y en estampida sofocaron al paria
y su sueño desvencijado.
Los poetas guardaron silencio,
consumando la noble tradición de la alta traición.
Los sustantivos se creyeron a salvo parapetados
en la perpetua semántica del diccionario.
El error es siempre craso.
El verdadero error siempre es fatal.
Nadie fue el primero en tirar la piedra,
mas la piedra fue y volvió,
cercenando miembros y salpicando sangre,
como un bumerán de odio.
Nuestra estirpe es necia,
somos hijos de los hombres que no sabían ser viento,
que consagraban sus vidas al tiempo.
Los restantes decidieron abolir los gobiernos,
y quemaron las banderas y los cementerios.
Comprendieron el juego de ser adjetivos,
de ser a duras penas aliento que mueve una brizna.
Los restantes engendraron otros tiempos,
y estos lo harán de nuevo, aunque sobre la palabra
y sea pieza de museo.
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