[Texto incluido en un examen de recuperación de lengua para alumnos de un nivel de 3ºESO. Espero que os guste.]
“Aprender a leer es lo más
importante
que me ha pasado en la
vida.”
Mario Vargas-Llosa
¿Por qué el lenguaje?
Supongo que si estamos aquí, vosotros y yo, es porque no he sabido
mostraros la importancia de lo que nos llevamos entre manos. Lo intentaré
nuevamente.
El colegio es un coñazo. Bueno, puede serlo con la actitud
inadecuada, lo admito. Pero a veces me parece observar en vosotros cierta
repulsión a aprender o, hablando con propiedad, cierta repulsión a aprender lo
que os imponen. Os aseguro que lo comprendo. Voy a contaros un cuento.
Érase una vez, en un colegio no muy lejano, un niño que no
entendía el porqué de seguir la línea de puntos si el lápiz quería seguir por
otro camino; el porqué de aprenderse los nombres de lugares lejanos que apenas
escuchamos por un terremoto, una plaga, una hambruna…; el porqué de una raíz
cuadrada sin cuadrado que parece un triángulo; el porqué del sintagma, la
metáfora, el suplemento, la derivación denominal.
Él iba al colegio. Sin más. Sin entender nada de nada, lo fueron
dejando atrás. Él sabía que no era tonto, solo le interesaban otras cosas. Le
gustaba leer. Leía y leía. Todo lo demás le daba casi igual.
Claro, su madre no opinaba lo mismo, y a fuerza de intransigencia
y amor (el que se ofrece con la escoba o la zapatilla) fue logrando que al
menos, aprobara. ¿Aprobar? ¿Qué significa aprobar? Aprobar no significa nada,
es solo un visto bueno, pero a él le demostraba que podía, aunque no le
interesara realmente.
Un año, ya en el instituto y tras varios derrapes, tuvo la gran
suerte de toparse con una profesora que le hizo ver cosas que no sospechaba, y
con un profesor que le hizo ver otras que sí sospechaba. Se le encendió una luz.
Todo es una gran mentira, pensó, una preciosa y enorme mentira por amor. Merece
la pena descubrirla.
Ella era profesora de lengua. Serafina, Fini para los amigos.
Cierto día empezó a hablar con poca coordinación, a intercalar palabras sin
sentido, a de inventaba el acuciante retrovisor hasta vencido unas perdigones
implorábamos un poco de cordura. Se trataba de eso, de ponerse de acuerdo para
entenderse lo mejor posible. Eso sí lo podía comprender. Si todo era un acuerdo
se podía explicar viajando hacia atrás, buceando en el tiempo.
Él era profesor de filosofía, y supo poner en valor la cultura
dudando de la cultura, oculto tras una corbata oscura y una barba densa e
impoluta. Nunca recordó su nombre, solo sus palabras, afiladas como dagas.
Todo lo demás, apenas nada.
Como le gustaba leer, y pensar, y dudar un día cogió interés
(agradeció entonces la escoba y la zapatilla). No por destacar, no por un
futuro (que no existe), si no por el deseo ferviente de evitar que le
engañasen, de evitar ser un don nadie y preferir ser un cualquiera, uno de esos
que se entera, de los que jode porque sabe.
Se dio cuenta que vivía en un mundo de palabras: instrucciones,
prospectos, cartas de un restaurante —o peor aún, de un banco—, letras de
canciones, o versos que hacían que las chicas se dejaran besar. Esa fue su
excusa.
Después, como siempre, descubrió otros mundos que no hubiera
imaginado jamás y entendió cosas incomprensibles, muchos “¿Para qué sirve…?”, y
el precio injusto de algunas justicias. “Quizá no recuerdes los ríos de España
a los treinta, pero necesitarás haber aprendido a memorizar con eficacia si
tienes un bar y necesitas realizar un pedido, o recordar una lista de morosos;
quizá no recuerdes cómo hallar una estadística pero resultaría interesante que
supieras que el veinte por ciento de mil pavos, con suerte, no son trescientos
euros; quizá no necesites a Quevedo, pero resulta útil que no te tomen por
oligofrénico…” solía decir un profesor de la universidad a sus alumnos recién
llegados: “Lo más importante de lo que habéis aprendido es aprender a pensar, a
querer y a soñar.”
Para esto, se dijo, para esto hay que saber hablar.
Con este pequeño cuento quiero decir que cada uno tiene que
encontrar su motivo para dejarse convencer y dudar, para dejar el papel de
víctima y empezar a ser alguien, para seguir dando pasos adelante, para coger
un camino y no excusarse.