Y
tú, ¿dónde estabas cuando todavía creía en el amor?
Entonces
todo era posible, nuevo, impetuoso. Los amaneceres engendraban sueños que
presagiaban, que conjuraban, que no dormían. Las primaveras multiplicaban las
flores, no la astenia. Y todas las palabras eran bellas, un embrión de
metáfora. La vida latía con cada latido, haciéndose a cada instante, con
sentido y sin sentido.
ahora
apenas sueño.
Entonces
devorábamos historias, nos travestíamos de héroes y sojuzgábamos al destino.
Nuestro cuento siempre acaba bien. Éramos seres indómitos, seguros,
aparentemente descreídos. Y todas las palabras eran nuestras, un soplo de aire
fresco. La vida era absurda y brindábamos por ello.
La
luna solo brillaba para el amor, un amor adolescente que siempre sabe sufrir
aunque apenas se atreva a amar, un amor que sabe a sal y a sangre de herida
abierta. Y las estrellas asistían, aquiescentes, testigos de una tragedia que
no acaba ni comienza.
ahora
apenas creo.
Aprendimos
a leer. Que los cuentos son solo cuentos. A soñar con los ojos abiertos. A
volar con los pies en el suelo. A entender la inmensidad del cielo. A escribir,
obstinado y terco.
Y a
escapar de los amores suicidas.
Ya
nada huele a nuevo, pero poco a poco las palabras significan, se hacen hueso,
músculo, cuerpo y fructifican. De pronto la luna brilla nueva y alumbra un
océano de certezas que susurran: eres viento, eres tierra y eres silencio.
Y el
amor brota del mismo centro e impone su oficio. Y vamos comprendiendo su esencia
con cada verso tuerto que ensayamos frente a un espejo que siempre nos deforma,
que bendice nuestro orgullo y nos invita al exilio.
Por
fin entendimos.
No
era ganar.
Era
vivir.
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