domingo, 11 de noviembre de 2012

Autorretrato



Otra mañana fría de noviembre. La ducha templada. Siempre el mismo café fuerte y, si hay tiempo, un zumo frío previo.
Disfraz: vaqueros, sudadera y tenis. Coche. Piloto automático.
La niebla eterna al llegar al aeropuerto me despierta y me acerca ecos radiofónicos de una crisis que no cesa.
Sonríe. Cambia el paso.
Entrar por la puerta es empezar a dudar. menos mal que alguien dijo que dudar era símbolo de ansiada inteligencia.
“Buenos días” multiplicados. Un café rápido ante un montón de extraños que saludo cada día. “¿Qué tal tu niña?” “¿Ya has comprado el piso?” “Nos han bajado el sueldo.” “Cada día es más jodido.”
De repente el grito. La sirena suena a Eduard Munch. Y el patio.

El patio es un lugar lleno de ojos que observan: cada paso puede ser un mal paso, cada movimiento un suicidio. Intento caminar seguro, en línea recta, respondiendo a los saludos, ignorando las miradas que sé que me incriminan, que traspasan mi coraza, mi corazón coraza.
“¿Quién cojones es este individuo?”, me pregunto mientras subo la escalera con las llaves en la mano, evitando escenas.  
Después horas vendiendo palabras. Un desesperado intento de explicar el mundo, un mundo que apenas entiendo. Al menos les regalo un refugio: la poesía es un remedio para el mal de alma, ese es mi gran secreto.
“No valgo más que mis palabras”, me digo después de todo, enfrascado en mí mismo, “y ni siquiera estas tienen dueño, se repiten una y mil veces en gargantas ajenas como el canto de un grillo, o de todos los grillos”.
¿Por qué y para quién escribo? ¿Quién ha inventado el espejo? ¿Y por qué me importa?
Soy un breve espacio de tiempo empeñado en pintarse de palabras y gritarlas al viento. Apenas nada. Otro instante más. Una voz sin eco.
No soy eterno. Por eso me importa mi tiempo, y continuar con la impostura.

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