Otra
mañana fría de noviembre. La ducha templada. Siempre el mismo café fuerte y, si
hay tiempo, un zumo frío previo.
Disfraz:
vaqueros, sudadera y tenis. Coche. Piloto automático.
La
niebla eterna al llegar al aeropuerto me despierta y me acerca ecos radiofónicos
de una crisis que no cesa.
Sonríe.
Cambia el paso.
Entrar
por la puerta es empezar a dudar. menos mal que alguien dijo que dudar era
símbolo de ansiada inteligencia.
“Buenos
días” multiplicados. Un café rápido ante un montón de extraños que saludo cada
día. “¿Qué tal tu niña?” “¿Ya has comprado el piso?” “Nos han bajado el
sueldo.” “Cada día es más jodido.”
De
repente el grito. La sirena suena a Eduard Munch. Y el patio.
El
patio es un lugar lleno de ojos que observan: cada paso puede ser un mal paso,
cada movimiento un suicidio. Intento caminar seguro, en línea recta,
respondiendo a los saludos, ignorando las miradas que sé que me incriminan, que
traspasan mi coraza, mi corazón coraza.
“¿Quién
cojones es este individuo?”, me pregunto mientras subo la escalera con las
llaves en la mano, evitando escenas.
Después
horas vendiendo palabras. Un desesperado intento de explicar el mundo, un mundo
que apenas entiendo. Al menos les regalo un refugio: la poesía es un remedio
para el mal de alma, ese es mi gran secreto.
“No
valgo más que mis palabras”, me digo después de todo, enfrascado en mí mismo,
“y ni siquiera estas tienen dueño, se repiten una y mil veces en gargantas
ajenas como el canto de un grillo, o de todos los grillos”.
¿Por
qué y para quién escribo? ¿Quién ha inventado el espejo? ¿Y por qué me importa?
Soy
un breve espacio de tiempo empeñado en pintarse de palabras y gritarlas al
viento. Apenas nada. Otro instante más. Una voz sin eco.
No
soy eterno. Por eso me importa mi tiempo, y continuar con la impostura.
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