El amor o la vida
Querido
Leo,
Dicen
que cuando algo acaba, nunca acaba bien. He vivido mucho y vario, y ya se sabe,
más sabe el diablo por viejo que por diablo, y yo he tenido tiempo para
aprender.
¿Sabes?
A quien más recuerdo es a tu abuela. Nos conocimos muy jóvenes, en las fiestas de
Sornay. Tengo aquel primer momento en que la vi grabado a fuego en la memoria:
ella bailaba con un oficial del ejército del aire, sus movimientos eran
gráciles y vaporosos, su sonrisa una invitación a la alegría. Llevaba un
vestido discreto, color amarillo pastel, que hacía que su cabellera dorada
desprendiera reflejos que me perseguían sin cesar al son de la música. Le
pregunté a un lugareño por aquella muchacha, y me informó cumplidamente: era
Émilie, la hija del maestro, la joya del pueblo. Le encantaba bailar, pero
jamás bailaba dos veces con el mismo joven. Por ese motivo decidí no sacarla a
bailar hasta que no estuviera preparado para conquistar su corazón.
La
guerra duraba ya dos años y, tras un breve permiso, tuve que partir de nuevo al
frente. Sin embargo en esta ocasión tenía un motivo precioso para volver.
Verdún fue la más horrible de las batallas, los obuses caían por doquier. Desde
que te levantabas hasta que el agotamiento te obligaba a dejarte caer entre los
temibles brazos de Morfeo, poblados de pesadillas, solo el olor a sangre y
pólvora, y el sonido de los alaridos y el dolor te acompañaban. He visto morir
a muchos buenos hombres entre mis brazos, sin poder hacer más que consolarlos.
Algunos perdieron un miembro. Yo perdí parte de mi alma. Solo el recuerdo de tu
abuela me salvó de la locura.
¿Tú
también la recuerdas, verdad?
Claro,
la querías casi tanto como yo…
Cuando
la guerra terminó volví a buscarla, decidido a demostrarle que sin mí, la vida
no tenía sentido.
Sornay
no había cambiado mucho. Las calles tranquilas apenas mostraban cicatrices de
la reciente contienda, solo algunas pintadas celebraban la victoria: “Vive la
France libre” o “Liberté, égalité, fraternité”. Émilie no era ya la hija del
maestro, sino la maestra. A su padre lo habían capturado los alemanes, y lo
habían ejecutado. Desde entonces ella había dejado de bailar, y el color de sus
ropas se había ensombrecido por el luto, me contaron.
La
paciencia y la perseverancia son grandes virtudes, como ya te he dicho en otras
ocasiones. Necesitaba un oficio, por eso, aprovechando mis habilidades, abrí la
academia de piano y, para darme a conocer, fui a la escuela, a proponer mis
servicios. Afortunadamente a ella, amante de la música, le pareció una gran
idea completar la enseñanza con un poco de alma, pues eso te da el piano, y
recomendó a sus alumnos mis clases. Ella misma quiso que le enseñara, cosa que,
por supuesto, me llenó de gozo.
Así
empezó todo. Después llegó el amor, y con el amor llegó tu madre, y tras ella
tu tío Charles. Y ahora estás tú.
Quizá
ahora no entiendas gran cosa, a lomos de un caballito de madera. No puedes
sospechar siquiera todo el amor y el dolor que te aguardan a la vuelta de la
esquina, frotándose las manos y sonriendo. Pero, antes de despedirme y darte el
relevo, quiero confesarte que yo tampoco entendía nada a lomos de mi caballito
de madera. Te confieso que quizá solo la música, la del corazón, merece la
pena. Te confieso que he vivido.
Y te
recomiendo, con todo mi amor, la vida.
El abuelo.
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