Ser un fantasma es fácil. Es fácil ser
el miedo reflejado en sesenta ojos escrutadores, sesenta ojos implacables que
esperan una palabra amable, o el infierno.
Soy el profesor. El que construye una
ignorancia particular e intransferible. El señor del tiempo.
Y sin embargo el tiempo se me huye. Veo
cómo poco a poco, invariablemente, las caras se diluyen en un caos de
sinsentidos. Naufrago una y otra vez rodeado de absurdas calificaciones,
enfrentado al fracaso ajeno y propio al tiempo.
Y lloro.
Y cada lágrima tiene nombre, un nombre
de hoja caduca, un miguel que ya no es y es sergio o manuel, o maría, carmen o
alicia, un continuo de esperanzas y sueños que se repiten sin freno.
Y todos, todos, se van con sus sueños a
otra parte. Y yo me quedo, y los observo.
¿Y mis sueños? ¿Dónde están mis sueños? ¿Dónde
el poeta que vomitaba palabras? ¿Dónde el inventor de historias siempre gratas?
Él voló. Se fue sin dejar noticia.
Ahora solo queda el vividor de sueños
ajenos, el que grita verdades de mentira y se aplica, con denuedo, a soñar con
vosotros vuestros sueños.
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