La
conocí hace mucho tiempo. Aquel era otro mundo, y nosotros éramos también
otros. Por aquel entonces yo aún creía que podría comerme el universo de un
bocado, y ella, ella salía con un buen amigo.
Ha
llovido mucho. Vivimos en una tierra húmeda.
Resulta
curioso cómo algunas personas desaparecen sin dejar apenas rastro. Un día dejas
de verlas, y dejan de existir, se esfuman. En cambio otras se hacen recurrentes
en la ausencia, aparecen en los lugares más insospechados, te guiñan un ojo, y
se van, pero no se borran, dejan un íntimo e inexplicable convencimiento de que
no será imposible lo improbable. Y te hacen sonreír.
Ella
pertenece a esta segunda categoría. Nuestras miradas siempre tendieron a
encontrarse. Sin maldad. Sin remedio.
Ayer
la volví a invitar a cenar. Se excusó.
De
cualquier modo no era el hambre lo que me empujaba.
La
soledad y la noche permiten cambiar las reglas.
Cuando
entró, la puerta estaba absurdamente abierta, sonaba música suave, tupida y
aterciopelada. No hacía falta disimular. Nuestros cuerpos nos delatan. Ella
comenzó a hablar, áspera y sentimental, a encandilarme con su lengua saltarina
y revoltosa, a llevarme de aquí para allá, siguiendo el movimiento de sus
manos, esperando el roce nimio, el contacto tibio de su cuerpo contra el mío. Y
llegó. Su mano se detuvo dulcemente en mi antebrazo, despacio, como un ascua
que no quema. Sobraba la palabra, pero la lengua se desbocó. Un beso casi
olvidado de tanto manosearlo se reveló insignificante. No hay droga mejor que
la luna.
Nuestras
bocas ardían e intentábamos ahogarlas en saliva, que manaba y acababa
derramándose, de puro placer. Mis dedos buscaban desesperados su piel, ávidos
de leer una historia que nunca ha sido suya, ávidos de escribir. Su ropa pronto
acariciaba la mía, en el suelo de una habitación desconocida y desdibujada.
Importaban sólo nuestros cuerpos. Imploré el silencio de los cielos al
construir mi propio infierno. Nunca la fe
ha alentado mis pasos, pero creo en ti y creo en tu cuerpo, me descubrí
blasfemando ante sus senos. No hay más
arte que encontrarte. Mis manos trazaban caminos inexplorados que luego
recorrería mi lengua, en pos del conocimiento fundado de la fuente del placer y
de la vida. Su cuerpo. Su cuerpo. Tan alejado de la perfección que rozaba lo
sublime. Una encrucijada dónde convergen todos los caminos, una pregunta para
todas las respuestas. Una patria.
Ella
permanecía expectante, entreabierta, ajena a las excusas y al propio tiempo
diluido. Yo susurraba verdades en silencio, y me dejaba observar mientras
tallaba esculturas de aire comprimido, mientras besaba sus labios y bebía sus
secretos.
Si el arte fuera arte sería esto. Sus
manos sujetaban mi cabeza como se sujeta un violín de Stradivari y un concierto
de música imposible surgía de mi lengua entre sus piernas. Alea iacta est, sentía palpitante. Carpe diem y a volar.
Después
llegó la entrega. Ofrecerse e inventarse. Olvidar las cortinas. Desvelarse. Ser
tiempo que busca una eternidad inabarcable. Naufragar y aferrarse.
Ella
tiró de mí, y yo no me opuse. Me gustaba verla así, dueña de sí misma, montando
su destino, a horcajadas. Sus ojos clavados en los míos eran poesía sin verso,
el ritmo del desamparo vencido por la alegría, por la felicidad de saberse
vivos, todavía.
Iba
y venía, iba y venía, y no dejaba de mirar. Y su mirada ardía.
Reventar
de placer no puede ser pecado.
La
noche inventa sueños que a veces se comparten. A veces.
¡Quédate a soñar!