sábado, 3 de diciembre de 2016

Sueños lúbricos

La conocí hace mucho tiempo. Aquel era otro mundo, y nosotros éramos también otros. Por aquel entonces yo aún creía que podría comerme el universo de un bocado, y ella, ella salía con un buen amigo.
Ha llovido mucho. Vivimos en una tierra húmeda.
Resulta curioso cómo algunas personas desaparecen sin dejar apenas rastro. Un día dejas de verlas, y dejan de existir, se esfuman. En cambio otras se hacen recurrentes en la ausencia, aparecen en los lugares más insospechados, te guiñan un ojo, y se van, pero no se borran, dejan un íntimo e inexplicable convencimiento de que no será imposible lo improbable. Y te hacen sonreír.
Ella pertenece a esta segunda categoría. Nuestras miradas siempre tendieron a encontrarse. Sin maldad. Sin remedio.
Ayer la volví a invitar a cenar. Se excusó.
De cualquier modo no era el hambre lo que me empujaba.
La soledad y la noche permiten cambiar las reglas.
Cuando entró, la puerta estaba absurdamente abierta, sonaba música suave, tupida y aterciopelada. No hacía falta disimular. Nuestros cuerpos nos delatan. Ella comenzó a hablar, áspera y sentimental, a encandilarme con su lengua saltarina y revoltosa, a llevarme de aquí para allá, siguiendo el movimiento de sus manos, esperando el roce nimio, el contacto tibio de su cuerpo contra el mío. Y llegó. Su mano se detuvo dulcemente en mi antebrazo, despacio, como un ascua que no quema. Sobraba la palabra, pero la lengua se desbocó. Un beso casi olvidado de tanto manosearlo se reveló insignificante. No hay droga mejor que la luna.
Nuestras bocas ardían e intentábamos ahogarlas en saliva, que manaba y acababa derramándose, de puro placer. Mis dedos buscaban desesperados su piel, ávidos de leer una historia que nunca ha sido suya, ávidos de escribir. Su ropa pronto acariciaba la mía, en el suelo de una habitación desconocida y desdibujada. Importaban sólo nuestros cuerpos. Imploré el silencio de los cielos al construir mi propio infierno. Nunca la fe ha alentado mis pasos, pero creo en ti y creo en tu cuerpo, me descubrí blasfemando ante sus senos. No hay más arte que encontrarte. Mis manos trazaban caminos inexplorados que luego recorrería mi lengua, en pos del conocimiento fundado de la fuente del placer y de la vida. Su cuerpo. Su cuerpo. Tan alejado de la perfección que rozaba lo sublime. Una encrucijada dónde convergen todos los caminos, una pregunta para todas las respuestas. Una patria.
Ella permanecía expectante, entreabierta, ajena a las excusas y al propio tiempo diluido. Yo susurraba verdades en silencio, y me dejaba observar mientras tallaba esculturas de aire comprimido, mientras besaba sus labios y bebía sus secretos.
Si el arte fuera arte sería esto. Sus manos sujetaban mi cabeza como se sujeta un violín de Stradivari y un concierto de música imposible surgía de mi lengua entre sus piernas. Alea iacta est, sentía palpitante. Carpe diem y a volar.
Después llegó la entrega. Ofrecerse e inventarse. Olvidar las cortinas. Desvelarse. Ser tiempo que busca una eternidad inabarcable. Naufragar y aferrarse.
Ella tiró de mí, y yo no me opuse. Me gustaba verla así, dueña de sí misma, montando su destino, a horcajadas. Sus ojos clavados en los míos eran poesía sin verso, el ritmo del desamparo vencido por la alegría, por la felicidad de saberse vivos, todavía.
Iba y venía, iba y venía, y no dejaba de mirar. Y su mirada ardía.
Reventar de placer no puede ser pecado.
La noche inventa sueños que a veces se comparten. A veces.
¡Quédate a soñar!


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