Amo
volar. Me hace sentir libre. Es fácil y complejo. Primero tomas carrerilla, no
demasiado, cansarse no es una buena opción, después extiendes las alas en toda
tu envergadura, golpeas el aire un par de veces y… ¡hale hop, estás en el aire!
El
mundo se ve diferente desde arriba. Me gusta y suelo hacer el mismo recorrido,
una y otra vez y, sin embargo, siempre es un recorrido diferente, siempre hay
algo nuevo que descubrir, un detalle nunca visto ante el que asombrarse.
Ayer,
por ejemplo, cuando me desperté, aturdido y rodeado por el alboroto incesante
de la colonia, decidí huir de los graznidos. Di un par de vueltas amplias sobre
las Illas Cíes, como para comprobar que dejaba el hogar en orden y puse rumbo a
Vigo que, a esa hora de la mañana despertaba fantasmagórica entre la bruma
marina. Volaba despreocupadamente sobre la ría cuando, de repente, escuché un
temible bocinazo y una enorme mole blanca apareció de la nada ante mi pico.
Casi tengo un choque frontal fatal contra un edificio flotante. Afortunadamente
pude rectificar a tiempo y salvar mis plumas, por los pelos… Eso sí, como
podréis imaginar, mi venganza fue despiadada. Concentré todo el ácido corrosivo
que pude, apunté, apreté y… ¡zasca!
Directo al puente de mando. Después hice un vuelo rasante para comprobar mi
puntería: el parabrisas había sufrido mi ira, ¡soy todo un francotirador!
La
aventura me había abierto el apetito, así que me acerqué raudo al puerto. En la
lonja siempre hay abundancia de restos deliciosos con que llenar el gaznate. Me
puse las botas y me retiré a descansar a una farola del centro, a observar la
ciudad bullir.
Mientras
dormitaba presencié una escena que volvió a despertar, una vez más, mi alma de
superhéroe. Unos adolescentes malcriados estaban metiéndose con un pobre perro
callejero en la zona de la Praza da Estrela. Odio que se maltrate a los
animales. No pude no hacer nada. Tomé altura, dejé después caer mi cuerpo en
picado, preparé mi cloaca y… ¡bingo! ¡En toda la cabeza! ¡Y al más chulo! ¡Soy
un as de la aviación!
Tras
tanta acción necesitaba relajarme, y para relajarme, nada mejor que el vuelo.
Fui creando círculos sobre la ciudad, espirales, dodecaedros en el aire y, al
mismo tiempo observaba la ciudad, que rebosaba vida: niños que salían de
edificios como fábricas, felices por su ansiada libertad; jubilados dando su ok a obras interminables (¿estarán
construyendo Abu-Simbel?); hombres y
mujeres de negocios siempre con prisas y siempre sin ojos; coches incesantes y
apabullantes que no saben dónde van, dónde ir; miles de personas que hacen y
deshacen su vida por las calles de Vigo, sin sospechar que, desde arriba,
alguien les mira, y sonríen.
Y yo
también sonrío.
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