El camino no siempre es fácil, a menudo
encontramos obstáculos que nos hacen dudar, que nos impiden avanzar, y, por un
momento, permanecemos inmóviles, atenazados por las dudas, a ralentí.
Aquel día nada parecía presagiar el
funesto final. La mañana había despertado luminosa y cálida, el sol invitaba a
una fiesta continua. Peter estaba de buen humor, lo sé porque siempre tararea
la misma canción cuando esto sucede: la versión más bonita y sentida de My Way, en la voz enlatada de Nina
Simone.
Acudimos al centro y, excepcionalmente, tuvimos
sesión de chapa y pintura. Él acudió a su barbero preferido en Manhattan, se
hizo lustrar los zapatos en Broadway, recogió su traje más elegante en la
tintorería Imperatore y compró unos
excelentes bombones de chocolate belga en Leonidas-L’amour
fou. Tras mi sesión de aceite y masaje se unió a mí, pasamos por la
estación de servicio antes de recoger un poco ortodoxo ramo de lirios y
amapolas, y volvimos a casa. Durante todo ese tiempo My Way sonaba de manera perenne. Yo estaba entusiasmado, cuando
Peter estaba así de radiante yo sabía que algo bueno iba a suceder.
Peter subió al apartamento y yo le esperé
junto al portal, tomando el sol y escuchando el dulce trinar de los pájaros,
rezando porque a ninguno se le ocurriera estrenar mi mal humor con su puntería
escatológica. Cuando Peter regresó, un par de horas después, iba impecablemente
vestido. El traje le hacía parecer Paul Newman, ¡qué hombre! ¡Y su sonrisa… el
universo entero brillaba reflejado en sus dientes inmaculados!
Corrimos por las calles de la ciudad y
Nina Simone atronaba a los viandantes, que sonreían al intuir la felicidad que
íbamos regalando a nuestro paso. Peter conducía ágilmente, avanzando en zigzag
entre los tristes automóviles que circulaban sin sentido. La carretera era
nuestra.
Cuando llegamos a la 5ª con Park Av. nos
detuvimos en doble fila. Peter estaba exultante. Descendió y se ausentó un
instante. Se acercó a un portal próximo y escuché vagamente como una voz de
mujer decía:
—… ya bajo…
Había algo extraño en aquella voz, un deje
melancólico que anunciaba un desenlace trágico e inesperado. Peter volvió a
entrar y encendió un cigarrillo. A mí no me gusta el humo, deja un hedor
insoportable en mi tapicería. Justo en el momento en que llegaba la apoteosis al
piano de Nina, sentí un golpe seco y mortal. Me encogí por el dolor
retorciéndome hasta quedar hecho un amasijo de hierros. La mujer finalmente
había bajado y, por fin, ambos estaban juntos.