La lluvia comienza dubitativa,
apenas unas gotas tenues se atreven a
caer,
danzando con el viento,
y a besar la tierra,
a hacer el amor con un suelo anhelante de
humedad.
El mundo se ruboriza y estremece
al tacto de cada caricia,
se hincha y se enternece.
Florecen los campos,
florecen las ciudades,
los abrevaderos se llenan
de corazones que laten,
de corazones que bullen
sin miedo y sin equipaje.
La lluvia riega.
Pero la lluvia anega.
El deshielo de los sueños
siempre llega demasiado pronto,
a deshora.
Una gota y otra gota no hacen dos gotas,
hacen cascada y hacen torrente.
Y el torrente ruge rabioso
y se lanza violento hacia el abismo
enarbolando su naturaleza suicida
y arrasando al paso,
como si nada importara
salvo un espejo maldito
que siempre refleja la muerte.
Fuimos hijos de la tempestad
y la tormenta,
apenas agua que llueve,
dice que vuela,
sueña el amor,
e invariablemente se estrella.
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