martes, 22 de julio de 2014

Los días insulsos

como si importara.
Cada individuo soporta su existencia,
todos con la hiel en los labios,
todos, en mayor o menor medida, enfermos de absurdo.
En estas circunstancias esperanza es nomás una palabra,
tetrasílaba,
grave y llana,
un sustantivo común, valga la ironía,
abstracto, inabarcable, inexistente.

La soledad conjura todos los demonios,
piensa, en su atalaya, el aprendiz de filósofo
mordiéndose las uñas,
y bautiza un infierno personal e intransferible,
ese parpadeo que llamamos vida.

Una jauría, mientras tanto, se afana en perseguir
una quimera que algunos inconscientes
se obstinan en seguir llamando paraíso,
sin más fin que una muerte cierta
y, acaso, un epitafio memorable
que, inexorablemente, será pasto del olvido.

La comunión extática de un poeta fracasado
es humo vendido al peso,
una estrategia para sentir el roce de una existencia
que se diluye,
envuelta en frases derramadas,
y evita tomar partido.
El amor nunca llena una metáfora.

Una muchacha observa el panorama
con los ojos arrasados
y el alma en un puño,
horadando el paisaje con su sola presencia,
aterrada y encinta,
despierta ya del sueño.

Todos los insomnes se restriegan los ojos al atardecer,
ávidos de un descanso prohibido,
y disponen sus manías y sus vicios,
dispuestos a sobrevivir al tedio dignamente
o a un suicidio que se antoje divertido.

Los días insulsos se suceden,
nos suceden y suceden sin más,
con nosotros o sin nosotros para escribirlo,
para leerlo, para sufrirlo.

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