Reconozco estas calles que nunca me acogen,
que se limitan a verme pasar,
inhóspitas y desdeñosas,
y permanecen inmóviles:
la avenida de la libertad
invadida por escaparates que venden cadenas,
regulada por semáforos, circulación alterna
que desemboca en un arco de triunfo
que rememora toda nuestra miseria;
la plaza de la república,
consagrada al poder absoluto de una idea,
de un tirano llamado pueblo
que agoniza y se malvende en una esquina,
como cualquier otro chapero;
la calle del deseo,
poblada de edificios sin portales,
de ventanas que gimen desconsuelo,
de canciones imposibles,
siempre ciega y sin salida;
la era de las tentaciones,
un territorio abierto y sin fin,
rico en vergeles de éxtasis,
urdimbres de sueño
y manantiales de redención;
el jardín de los corazones oxidados,
donde descansan las cenizas sin brasa
de un millón del mismo proyecto,
ejemplos de lo terca que es la vida,
y absurda;
la placita del poeta,
un rincón ajado, de otro tiempo,
visitado ocasionalmente por una paloma
que se rinde a la metáfora
y caga invariablemente;
la calle melancolía,
siempre a un triste y vulgar paso de la alegría,
aunque el verso no sea mío
sí lo es la desidia,
y repito sus palabras, las hago mías;
la plaza mayor,
el lugar ideal para sentirse pequeño,
y en la plaza de la catedral,
donde nada es trascendente
excepto la piedra.
Reconozco estas calles,
huello sus aceras desde siempre,
ellas me devuelven su extrañeza
y me recuerdan mi carácter extranjero,
yo no permanezco.
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